lunes, enero 24, 2005

Sólo en las Películas

Sólo en las Películas

Hablaré de mí. Con incoherencias -es decir, sinceramente; es decir, sin mentiras-.

Esta noche caminé. Retorno a la colonia Roma, a la calle Álvaro Obregón y a la avenida Insurgentes. Llovía como antes. No llovía como diciendo que me mojé, más bien llovía lo necesario para decir que llovía sin incomodarme. Si un día logro irme, tal vez lo que extrañaré más serán estas caminatas nocturnas.

Oigo a Sabina: "El marido de mi madre, que en el último tren se largó, con una peluquera 20 años menor".

Ahora busco otra canción: "creció con su sueño y un día le dijo 'acabo de verte y ya sé que nací pa' casarme contigo'. 'Matilde mi vida, Matilde mi estrella'. Le dijo que 'sí, nos casamos, Antoine' y bailó para ella. 'Y abrázame fuerte, que no pueda respirar', tengo miedo de que un día ya no quiera bailar conmigo nunca más. (...) 'Te tengo, me tienes, quisiera morirme agarrado a tus pechos'. Y el amor es tan grande, tan sincero y sentido, que un día de lluvia Matilde acabó por tirarse en el río. 'Y abrázame fuerte, que no pueda respirar', tengo miedo de que un día ya no quiera bailar conmigo nunca más. (...) Mejor buenos recuerdos, que un pasado perdido; por eso un buen día Matilde acabó por tirarse en el río. Lo que fue tan hermoso, que no caiga al olvido, 'te estaré recordando, por siempre Matilde, que tú no te has ido'".

"El Marido de la Peluquera". Cuando la vi, por supuesto me impactó. Una película triste de amor. De la vida. Enamorarse de una peluquera. Ir a verla. Y luego, la peluquera -no sé si era pelirroja, pero en mi recuerdo es así- también queda enamorada. Una peluquera hermosa, esperando enamorarse (claro, es una película). No sólo se enamora, pierde la cabeza. Y luego, la peluquera hermosa (sus piernas, su cabello, sus manos, su piel blanca) tiene miedo de perderlo a él. Es feliz y tiene miedo porque no quiere dejar de ser feliz. Decide que su vida se termine, en lugar de su felicidad. Qué triste.

Pero la vida es otra cosa. En las películas, los finales tristes vienen después de un momento de felicidad. ¿Y qué cuando sabes que no hay peluqueras hermosas, que no se van a enamorar de ti, que no preferirán morir antes de que tu amor se les acabe? Tú no tendrás un final triste; no te lo mereces porque no estás dentro de una película.

No tendrás final triste, porque para eso tuviste que haber tenido un momento de felicidad inmensa. Tuviste que encontrar tu peluquera -hermosa y pelirroja, supongo-; si no, no vale. Entonces, olvídate del final triste y confórmate con tu vida simple.

O no te conformes, da igual, las cosas no serán de otra manera aunque quieras. Mejor llénate de trabajo, para hacer como que no pasa nada. Cuenta las semanas, habla de tu estrés, es mejor que echar de menos a una peluquera a la que no tienes derecho.

Si quieres felicidad, ve al cine y vela en la pantalla. Tampoco digas que estás triste. ¿Cómo puedes estar triste si no diste el paso previo?

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El viernes fui al cine. Lo mismo. Un tipo se enamora de Julia Roberts y hace que ella se enamore de él. Ah, pero antes, hizo que una desconocida también se enamorara de él. Peor aún, no lo hizo, sólo sucedió por coincidencia. Y también era pelirroja.

Ya saben: un accidente, él está casualmente cerca y la ayuda; ella lo ve y se enamora, hasta le dice "Hola, desconocido". ¿Cuándo una pelirroja te va a decir "Hola, desconocido" y se quedará contigo?

Luego, resulta que la pelirroja desconocida -hermosa, por supuesto- lo deja todo por ti. Y tú la cambias por Julia Roberts, quien por supuesto también te ama.

Eso no es todo: pierdes a Julia Roberts y sufres; pero recuperas a la pelirroja y, claro, para que la película sea triste, la vuelves a perder. Tristísima película; eso no te va a suceder.

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La película la vi con Betzabé. Ella es como de película -o sea, algo así no te va a suceder de verdad; sólo lo podrás ver en pantalla-. Eso qué. Ni al caso. No es lo que querías decir.

Otra vez: La película la vi con Betzabé. Me deseó suerte en la reunión de hoy. Le platiqué lo que quería que pasara. También le dije que podía no pasar. Ella me dijo: "sí, es posible que no pase". Es como si todos supieran que esas cosas a mí no me pasan. Yo no soy de película.

No pasó, claro. Lo único que pasó es que fui una buena persona. El eslabón que hace que pasen cosas buenas. "Gracias; ay, qué lindo; qué gran amigo".

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El hotel ya lo conocía. Alguna vez me pregunté si regresaría. Pensé que no. Habiendo tantos y habiendo mejores no era necesario arriesgarse a recordar. Además, nunca se había presentado una oportunidad.

La de hoy no fue una oportunidad -no, no lo fue, obvio-; fue un pretexto. El pretexto me excitó; un pretexto que olía a esperanza de oportunidad. "Esperanza de oportunidad", qué patético.

Regresé al hotel, pero no regresé a lo mismo; de hecho, ni siquiera a algo parecido. Entré más bien, pero no regresé. La habitación se me hizo conocida. Desde luego no el número del cuarto, ni el cobertor, ni las cortinas. Fue la ventana, más bien el edificio de enfrente, la calle, la esquina vista desde ese ángulo en particular.

En verdad creí que me bañaría en el jacuzzi, aunque no había razón para creerlo. Eso sólo pasa en las películas -quisiera pensar ahora-.

La verdad no pensaba en ella; ni me gusta, ni me interesa, pero olía a oportunidad. A oportunidad de estar yo, de sentir yo, aunque no fuera con una peluquera, ni pelirroja, ni hermosa; aunque no me quisiera, ni perdiera la cabeza por mí. Era usar la bañera para lo que se debe usar: para estar con alguien y que no importe nada de lo que suceda afuera del vapor y las burbujas, afuera de los cabellos rizados y la espalda mojada.

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Bajé las escaleras y salí. Solo. Así llegue de todas formas, aunque llegué con ella. No porque yo lo haya querido, sino porque ella no quiso otra cosa. Esto suena cada vez más familiar, aunque no pase en las películas. En fin, aquí debería estar diciendo otras cosas.

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Le llamé a Marcela. Necesitaba un café y necesitaba no estar solo. Si iba a terminar solo esta noche, quería que pareciera mi propia decisión. Podía ir a verla, tomar el café que necesitaba y despedirme para estar solo. Parecía más digno, al menos.

En el camino a su casa, me entristecí. Sin ver una película, me entristecí. No se quitó la vida una peluquera por mí, ni una pelirroja hermosa me abandonó; pero me entristecí.

Fuimos por mi café y me di cuenta que estaba muy sucio. Seguramente olía mal, después de andar de un lado para el otro todo el día. Aunque sea me hubiera bañado en el hotel, pero ni eso.

Hoy no me importó su vida. Sólo quería que me acompañara para tomar mi café y luego poder despedirme. Como no le dije nada, me dijo que “lo viviera”. “Vivir la tristeza” debe ser algo así como disfrutar la alegría o sufrir el dolor; ¿acaso hay opciones, se puede hacer alguna otra cosa?

Me despedí. Estaba lloviendo. Esa lluvia que mencionaba al principio. Caminé por esas calles tranquilas. Un par de calles después se fue la luz en toda la colonia o al menos en la parte en que me encontraba. Las gotas seguían cayendo amablemente. En Álvaro Obregón di vuelta hacia Insurgentes. Había gente en las calles, a pesar de la hora y de la llovizna.

Desde la preparatoria me gustan esas calles para caminar. Las descubrí porque iba al cineclub los martes, los miércoles y los jueves. Los miércoles las películas eran por el Parque Hundido; los otros dos días a unas cuadras de Reforma. Cuando terminaban las funciones, caminaba por Insurgentes hasta llegar al metro.

En cierta forma, crecí caminando por esas calles, tan cambiantes y tan siempre las mismas. Por mucho tiempo se volvió una rutina pasar por ahí antes de llegar a casa, aún si me encontraba en algún otro lado de la ciudad.

Caminaba sobre Insurgentes y también entre las calles de la Roma y la Condesa. A veces me detenía en los teléfonos públicos y hacía llamadas o las fingía. Había lugares por los que me gustaba pasar. Me preguntaba si alguien se daba cuenta de mi rutina, aunque no me preocupaba demasiado si alguien lo hacía.

Me gustaban las luces de los carros, los locales abiertos y los locales cerrados, la noche, la quietud ruidosa de esas horas. La gente. Había un señor extraño, delgado, de barba blanca y larga que siempre se paraba en la esquina del Sanborns y platicaba siempre con personas diferentes. Yo creía que era algo así como un pintor. No sé si siga ahí, pero no lo dudaría.

También las prostitutas; porque había prostitutas; mujeres, quiero decir, o eso creo, porque no me consta. Sólo me gustaba verlas; porque yo ya iba para mi casa en el momento en que ellas iban llegando. Siempre había varias en una misma calle y algunas me hablaban cuando pasaba cerca.

Yo veía películas españolas y francesas. Almodóvar, Bigas Luna, Patrice Leconte. Entonces Insurgentes y las prostitutas eran como otro pedazo de la película que podía ver estando ahí.

En esa época vi “El Marido de la Peluquera”, también “Las Edades de Lulú”, otras de Greenaway y Kieslowsky; descubrí a Juliette Binoche, que no necesitaba ser pelirroja. También leía, podía hacerlo más que ahora. Leí y vi en película “La Insoportable Levedad del Ser”. Las coincidencias. El vértigo. Teresa. La felicidad. El amor. La tristeza. Esas cosas del cine y las novelas.

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