De Ciertas Mujeres Imperfectas
Me identifico en la imperfección de las artistas, las filósofas, las mujeres que son líderes sociales o políticas o que por lo menos encabezan algo. Pero me rebasa su inexplicable y rara belleza, su inteligencia, su capacidad de pensar más ágil que yo, o de hablar con más coherencia, o simplemente su sentido para equivocarse y rectificar a tiempo, o bien de no rectificar, pero asumir las consecuencias. Son mujeres completas, dueñas de sí mismas, independientes o por lo menos autosuficientes: auténticas.
Estas mujeres no son necesariamente bonitas, pero me son atractivas. Las mujeres bellas están en la televisión o en las revistas y en cierta forma son todas iguales; uno no puede evitar voltear a verlas, pero hasta ahí. Una mujer bonita sólo puede ser sustituida por otra bonita; mejor dicho: una mujer bonita «siempre» es sustituida por otra bonita, no hay más, las anteriores dejan de tener importancia porque en realidad nunca la tuvieron.
Pero estas otras, mujeres imperfectas, se quedan grabadas en la memoria y después de verlas quieres conocerlas y compartir su mundo, en una necesidad creciente. Puede haber más de una al mismo tiempo y todas serán diferentes en su extrañeza. Son únicas porque son distintas.
Ahora mismo, enfrente de mi mesa, una muchacha toma café y está sola. Usa lentes y lee un grueso libro, ensimismada; mueve sus labios como si le leyera a alguien más y no se da cuenta que la observo. Lleva puesto unos pants y se ve fresca, como si acabara de bañarse. En algunas mujeres, como ella, esta ropa se ve bien porque redondea los músculos de sus piernas.
Hace unos años tuve una maestra de Filosofía, tendría unos 36 años y era rubia, delgada y de estatura pequeña. Creo que no estaba casada, pero posiblemente vivía con alguien. A su edad, llevaba varios años de profesora y terminaba un doctorado. Tenía muy mal carácter, pero me gustaba verla. Siempre usaba pantalones de mezclilla y camisetas y algunas veces sonreía con delicadeza, pero cuando lo hacía se le iluminaban los ojos y era más atractiva.
Ahora llega otra chica, estudiante de Teatro, y se sienta con unos amigos. Es de cara larga y cabello muy negro y suelto. Por supuesto, no usa maquillaje y su ropa es holgada, de color morado desteñido. Cuando se sienta, la falda larga, arrugada, deja ver unos tobillos blancos y limpios. No es muy delgada, pero su blusa muestra un cuello y hombros finos. Alcanzo a oír que ensaya dos guiones; se trata de Beckett y Carballido y bromea acerca de los contrastes entre ambos: “como cuando viajas de un extremo de la ciudad a otro”, dice con los ojos muy abiertos.
Se tiene que ir, sólo entró a la cafetería a comprar una botella de agua. Mientras se levanta, se recoge el cabello con un lápiz de madera; se pone unas gafas también de color morado y sale caminando de prisa. La veo irse y yo aún no pago la cuenta, ni termino de escribir esta hoja para ir tras ella.
Fénix 36
Me identifico en la imperfección de las artistas, las filósofas, las mujeres que son líderes sociales o políticas o que por lo menos encabezan algo. Pero me rebasa su inexplicable y rara belleza, su inteligencia, su capacidad de pensar más ágil que yo, o de hablar con más coherencia, o simplemente su sentido para equivocarse y rectificar a tiempo, o bien de no rectificar, pero asumir las consecuencias. Son mujeres completas, dueñas de sí mismas, independientes o por lo menos autosuficientes: auténticas.
Estas mujeres no son necesariamente bonitas, pero me son atractivas. Las mujeres bellas están en la televisión o en las revistas y en cierta forma son todas iguales; uno no puede evitar voltear a verlas, pero hasta ahí. Una mujer bonita sólo puede ser sustituida por otra bonita; mejor dicho: una mujer bonita «siempre» es sustituida por otra bonita, no hay más, las anteriores dejan de tener importancia porque en realidad nunca la tuvieron.
Pero estas otras, mujeres imperfectas, se quedan grabadas en la memoria y después de verlas quieres conocerlas y compartir su mundo, en una necesidad creciente. Puede haber más de una al mismo tiempo y todas serán diferentes en su extrañeza. Son únicas porque son distintas.
Ahora mismo, enfrente de mi mesa, una muchacha toma café y está sola. Usa lentes y lee un grueso libro, ensimismada; mueve sus labios como si le leyera a alguien más y no se da cuenta que la observo. Lleva puesto unos pants y se ve fresca, como si acabara de bañarse. En algunas mujeres, como ella, esta ropa se ve bien porque redondea los músculos de sus piernas.
Hace unos años tuve una maestra de Filosofía, tendría unos 36 años y era rubia, delgada y de estatura pequeña. Creo que no estaba casada, pero posiblemente vivía con alguien. A su edad, llevaba varios años de profesora y terminaba un doctorado. Tenía muy mal carácter, pero me gustaba verla. Siempre usaba pantalones de mezclilla y camisetas y algunas veces sonreía con delicadeza, pero cuando lo hacía se le iluminaban los ojos y era más atractiva.
Ahora llega otra chica, estudiante de Teatro, y se sienta con unos amigos. Es de cara larga y cabello muy negro y suelto. Por supuesto, no usa maquillaje y su ropa es holgada, de color morado desteñido. Cuando se sienta, la falda larga, arrugada, deja ver unos tobillos blancos y limpios. No es muy delgada, pero su blusa muestra un cuello y hombros finos. Alcanzo a oír que ensaya dos guiones; se trata de Beckett y Carballido y bromea acerca de los contrastes entre ambos: “como cuando viajas de un extremo de la ciudad a otro”, dice con los ojos muy abiertos.
Se tiene que ir, sólo entró a la cafetería a comprar una botella de agua. Mientras se levanta, se recoge el cabello con un lápiz de madera; se pone unas gafas también de color morado y sale caminando de prisa. La veo irse y yo aún no pago la cuenta, ni termino de escribir esta hoja para ir tras ella.
Fénix 36