Yo Nunca Llevo La Contraria
“Nunca es tarde para leer un libro”. Eso no es cierto. O no lo es siempre o no lo es del todo, por lo menos.
De Regreso en la Feria
Ayer fui a la Feria del Libro del Palacio de Minería. Hace por lo menos cinco años que no me paraba por ahí, porque a menudo es más barato comprar libros de rebaja en una librería, que comprarlos en una feria. Llegué a comprobar que un libro del Fondo de Cultura Económica o de la misma UNAM estaba más caro en la feria que en alguna sucursal de esas librerías, además de que en ellas se podía obtener algún descuento con credencial de estudiante.
En fin, no quisiera denostar a la Feria, pero esa fue una de las razones por las que dejé de comprar en ella y después de ir. Claro, había muchas otras ventajas, como encontrar títulos difíciles de conseguir, ediciones extranjeras o de otros estados de la República, con suerte esos sí con alguna rebaja. También, claro, las conferencias, encontrar a escritores husmeando entre los stands, etcétera.
En el 92 o 93, no recuerdo exactamente, Edmundo Valadés esperaba afuera de la Excapilla, donde daría una conferencia. Fue hacía una máquina de refrescos, pero no llevaba cambio. Yo estaba a su lado, saqué unas monedas y le pregunté qué refresco quería. Luego, nos quedamos platicando como media hora, empezó la conferencia y al final no me pude despedir de él, porque lo abrumaron pidiéndole autógrafos.
También me tocó ver –y escuchar– a Eliseo Diego, días antes de su muerte. “Les dejo el tiempo, todo el tiempo”, dijo en esa ocasión y a los pocos días moría antes de regresar a Cuba.
Ayer también, en las pocas horas que estuve, vi pasar a Eraclio Zepeda y Elva Macías; Ignacio Trejo Fuentes parecía esperar a alguien frente a la editorial Océano –en realidad me pareció como si quisiera que alguien lo reconociera y le preguntara “¿es usted escritor, verdad?”, pero me niego a pensar cosa parecida, aunque hace más de diez años que no sabía de él; quizá ya se sienta famoso (o quizá ya lo sea y en mi ignorancia yo no me haya dado cuenta)–.
Bolaño, Por Fin
Siempre quise leer a Roberto Bolaño. Digo, «siempre» después de que supe de él, porque por supuesto no lo conocía hasta que murió, lo cual no es un orgullo, pero es la verdad. Teresa, mi compañera reportera –a quién tanto extraño–, leía todas las mañanas todos los periódicos y un día me preguntó si lo conocía. Obvio dije que no, ni idea de quién era. Se encargó de decírmelo: uno de los más importantes escritores latinoamericanos, que vivió en México hacía 20 años antes y que aparentemente siempre se mantuvo fuera de grupos y corrientes literarias.
Los días y semanas siguientes fueron saliendo más y más datos de Bolaño en periódicos y revistas. Ahora resultaba que tenía muchos amigos y que efectivamente apenas empezaba a conocerse o a reconocerse su talento.
Nunca lo leí. Bueno, llegué a leer fragmentos de cuentos y algunas entrevistas en internet. Lo que más me interesó fueron las entrevistas, su forma de responder; casi creía escuchar su voz, reconocer su acento sudamericano y distinguir las muecas de su rostro al responder con desparpajo y casi con desdén, pero divertido, las preguntas de sus entrevistadores.
“Bolaño”, caray, nunca había oído de él, pero estaba seguro que si lo hubiera hecho me hubiera propuesto y conseguido conocerlo, para confirmar si hablaba como yo lo imaginaba, si efectivamente parecía personaje de Woody Allen y si, como pensaba, se burlaba de todo y de todos, porque al final nada era importante. Un tipo así ¡claro que me hubiera gustado conocer!, de ser posible topármelo en una feria de libros e invitarle una coca cola, para hacer plática y ahora contar que lo conocí y no que apenas voy a leerlo.
Creí que era argentino, no chileno, como ahora leo en la contraportada del libro que, por fin, pude comprar ayer. Sus obras, en Anagrama, son carísimas, o así me lo parecían porque en realidad los libros en general ya son carísimo y los libros de Anagrama lo son un poco más. «2666», por ejemplo, cuesta más de 500 pesos.
En Buenos Aires pregunté por él –aún pensaba que era argentino–, en la librería Gandhi de la avenida Corrientes –que no es, pero sí es, como la Gandhi mexicana–. Hasta en Buenos Aires los libros son carísimos, al menos los extranjeros, y preferí traerme otros dos textos de Filosofía, más accesibles para mi presupuesto.
Ayer en la Feria me topé nuevamente con Bolaño, pero ahora sí no quise salir sin él. No podía regresar a la Feria de Minería después de tantos años y no comprar nada, y no podía ver un libro de Bolaño por fin a mi alcance y no llevarlo. De hecho, salí con dos: «Entre Paréntesis», que reúne textos dispersos entre 1998 y 2003 y «Para Roberto Bolaño», una especie de “oportuno” homenaje de Jorge Herralde, que da pistas biográficas sobre el escritor chileno.
No me alcanzó otra vez para traerme «2666», ni «Los Detectives Salvajes», supuestamente lo mejor que escribió, pero ya empecé a leer «Entre Paréntesis» y cada vez me arrepiento más de no haberlo leído ni conocido antes. Me hubiera divertido mucho haciéndole preguntas y recibiendo sus respuestas tan ingeniosas como inesperadas.
Bolaño De Oídas, De Leídas
Transcribo enseguida algunas de sus respuestas a una entrevista para la revista «Playboy», aparentemente la última o una de las últimas que concedió, ya muy enfermo, pero aún con humor y desencanto frente a lo convencional:
“–¿Qué es la patria para usted?
–(…) algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mi y que algún día olvidaré, que es lo mejor que uno puede hacer con la patria.
(…)
–¿Por qué le gusta llevar siempre la contraria?
–Yo nunca llevo la contraria.
(…)
–(De conocerlo, ¿qué le hubiera dicho) a Vicente Huidobro?
–Huidobro me aburre un poco. (…) demasiado paracaidista que desciende cantando como un tirolés. Son mejores los paracaidistas que descienden envueltos en llamas o, ya de plano, aquellos a los que no se les abre el paracaídas.
(…)
–¿Ha vertido alguna lágrima por las numerosas críticas que recibe por parte de sus enemigos?
–Muchísimas. Cada vez que leo que alguien habla mal de mi me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño, dejo de escribir por tiempo indefinido, el apetito baja, fumo menos, hago deporte, salgo a caminar a orillas del mar, que, entre paréntesis, está a menos de treinta metros de mi casa, y le pregunto a las gaviotas, cuyos antepasados se comieron a los peces que se comieron a Ulises, por qué yo, por qué yo que ningún mal les he hecho.
(…)
–¿Ha robado algún libro que luego no le gustó?
–Nunca. Lo bueno de robar libros (y no cajas fuertes) es que uno puede examinar con detenimiento su contenido antes de perpetrar el delito.
(…)
–¿Ha sufrido mucho por amor?
–La primera vez, mucho, después aprendí a tomarme las cosas con algo más de humor.
–¿Y por odio?
–Aunque suene un poco pretencioso, nunca he odiado a nadie. Al menos estoy seguro de ser incapaz de un odio sostenido. Y si el odio no es sostenido, no es odio, ¿no?
(…)
–¿Qué cosas lo han enojado?
–A estas alturas, enojarse es perder el tiempo.
(…)
–¿Qué cosas lo aburren?
–El discurso vacío de la izquierda. El discurso vacío de la derecha ya lo doy por sentado.
(…)
–¿No le sacaría páginas a «Los Detectives Salvajes»?
–No. Para sacarle páginas tendría que releerlo y eso mi religión me lo prohíbe.
(…)
–¿De quién (…) escucha consejos?
–Yo no escucho consejos de nadie, ni siquiera de mi médico. Yo doy consejos a diestra y siniestra, pero no escucho ninguno.
(…)
–¿El mundo tiene remedio?
–El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y ésa es nuestra suerte.”
Fénix 36
“Nunca es tarde para leer un libro”. Eso no es cierto. O no lo es siempre o no lo es del todo, por lo menos.
De Regreso en la Feria
Ayer fui a la Feria del Libro del Palacio de Minería. Hace por lo menos cinco años que no me paraba por ahí, porque a menudo es más barato comprar libros de rebaja en una librería, que comprarlos en una feria. Llegué a comprobar que un libro del Fondo de Cultura Económica o de la misma UNAM estaba más caro en la feria que en alguna sucursal de esas librerías, además de que en ellas se podía obtener algún descuento con credencial de estudiante.
En fin, no quisiera denostar a la Feria, pero esa fue una de las razones por las que dejé de comprar en ella y después de ir. Claro, había muchas otras ventajas, como encontrar títulos difíciles de conseguir, ediciones extranjeras o de otros estados de la República, con suerte esos sí con alguna rebaja. También, claro, las conferencias, encontrar a escritores husmeando entre los stands, etcétera.
En el 92 o 93, no recuerdo exactamente, Edmundo Valadés esperaba afuera de la Excapilla, donde daría una conferencia. Fue hacía una máquina de refrescos, pero no llevaba cambio. Yo estaba a su lado, saqué unas monedas y le pregunté qué refresco quería. Luego, nos quedamos platicando como media hora, empezó la conferencia y al final no me pude despedir de él, porque lo abrumaron pidiéndole autógrafos.
También me tocó ver –y escuchar– a Eliseo Diego, días antes de su muerte. “Les dejo el tiempo, todo el tiempo”, dijo en esa ocasión y a los pocos días moría antes de regresar a Cuba.
Ayer también, en las pocas horas que estuve, vi pasar a Eraclio Zepeda y Elva Macías; Ignacio Trejo Fuentes parecía esperar a alguien frente a la editorial Océano –en realidad me pareció como si quisiera que alguien lo reconociera y le preguntara “¿es usted escritor, verdad?”, pero me niego a pensar cosa parecida, aunque hace más de diez años que no sabía de él; quizá ya se sienta famoso (o quizá ya lo sea y en mi ignorancia yo no me haya dado cuenta)–.
Bolaño, Por Fin
Siempre quise leer a Roberto Bolaño. Digo, «siempre» después de que supe de él, porque por supuesto no lo conocía hasta que murió, lo cual no es un orgullo, pero es la verdad. Teresa, mi compañera reportera –a quién tanto extraño–, leía todas las mañanas todos los periódicos y un día me preguntó si lo conocía. Obvio dije que no, ni idea de quién era. Se encargó de decírmelo: uno de los más importantes escritores latinoamericanos, que vivió en México hacía 20 años antes y que aparentemente siempre se mantuvo fuera de grupos y corrientes literarias.
Los días y semanas siguientes fueron saliendo más y más datos de Bolaño en periódicos y revistas. Ahora resultaba que tenía muchos amigos y que efectivamente apenas empezaba a conocerse o a reconocerse su talento.
Nunca lo leí. Bueno, llegué a leer fragmentos de cuentos y algunas entrevistas en internet. Lo que más me interesó fueron las entrevistas, su forma de responder; casi creía escuchar su voz, reconocer su acento sudamericano y distinguir las muecas de su rostro al responder con desparpajo y casi con desdén, pero divertido, las preguntas de sus entrevistadores.
“Bolaño”, caray, nunca había oído de él, pero estaba seguro que si lo hubiera hecho me hubiera propuesto y conseguido conocerlo, para confirmar si hablaba como yo lo imaginaba, si efectivamente parecía personaje de Woody Allen y si, como pensaba, se burlaba de todo y de todos, porque al final nada era importante. Un tipo así ¡claro que me hubiera gustado conocer!, de ser posible topármelo en una feria de libros e invitarle una coca cola, para hacer plática y ahora contar que lo conocí y no que apenas voy a leerlo.
Creí que era argentino, no chileno, como ahora leo en la contraportada del libro que, por fin, pude comprar ayer. Sus obras, en Anagrama, son carísimas, o así me lo parecían porque en realidad los libros en general ya son carísimo y los libros de Anagrama lo son un poco más. «2666», por ejemplo, cuesta más de 500 pesos.
En Buenos Aires pregunté por él –aún pensaba que era argentino–, en la librería Gandhi de la avenida Corrientes –que no es, pero sí es, como la Gandhi mexicana–. Hasta en Buenos Aires los libros son carísimos, al menos los extranjeros, y preferí traerme otros dos textos de Filosofía, más accesibles para mi presupuesto.
Ayer en la Feria me topé nuevamente con Bolaño, pero ahora sí no quise salir sin él. No podía regresar a la Feria de Minería después de tantos años y no comprar nada, y no podía ver un libro de Bolaño por fin a mi alcance y no llevarlo. De hecho, salí con dos: «Entre Paréntesis», que reúne textos dispersos entre 1998 y 2003 y «Para Roberto Bolaño», una especie de “oportuno” homenaje de Jorge Herralde, que da pistas biográficas sobre el escritor chileno.
No me alcanzó otra vez para traerme «2666», ni «Los Detectives Salvajes», supuestamente lo mejor que escribió, pero ya empecé a leer «Entre Paréntesis» y cada vez me arrepiento más de no haberlo leído ni conocido antes. Me hubiera divertido mucho haciéndole preguntas y recibiendo sus respuestas tan ingeniosas como inesperadas.
Bolaño De Oídas, De Leídas
Transcribo enseguida algunas de sus respuestas a una entrevista para la revista «Playboy», aparentemente la última o una de las últimas que concedió, ya muy enfermo, pero aún con humor y desencanto frente a lo convencional:
“–¿Qué es la patria para usted?
–(…) algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mi y que algún día olvidaré, que es lo mejor que uno puede hacer con la patria.
(…)
–¿Por qué le gusta llevar siempre la contraria?
–Yo nunca llevo la contraria.
(…)
–(De conocerlo, ¿qué le hubiera dicho) a Vicente Huidobro?
–Huidobro me aburre un poco. (…) demasiado paracaidista que desciende cantando como un tirolés. Son mejores los paracaidistas que descienden envueltos en llamas o, ya de plano, aquellos a los que no se les abre el paracaídas.
(…)
–¿Ha vertido alguna lágrima por las numerosas críticas que recibe por parte de sus enemigos?
–Muchísimas. Cada vez que leo que alguien habla mal de mi me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño, dejo de escribir por tiempo indefinido, el apetito baja, fumo menos, hago deporte, salgo a caminar a orillas del mar, que, entre paréntesis, está a menos de treinta metros de mi casa, y le pregunto a las gaviotas, cuyos antepasados se comieron a los peces que se comieron a Ulises, por qué yo, por qué yo que ningún mal les he hecho.
(…)
–¿Ha robado algún libro que luego no le gustó?
–Nunca. Lo bueno de robar libros (y no cajas fuertes) es que uno puede examinar con detenimiento su contenido antes de perpetrar el delito.
(…)
–¿Ha sufrido mucho por amor?
–La primera vez, mucho, después aprendí a tomarme las cosas con algo más de humor.
–¿Y por odio?
–Aunque suene un poco pretencioso, nunca he odiado a nadie. Al menos estoy seguro de ser incapaz de un odio sostenido. Y si el odio no es sostenido, no es odio, ¿no?
(…)
–¿Qué cosas lo han enojado?
–A estas alturas, enojarse es perder el tiempo.
(…)
–¿Qué cosas lo aburren?
–El discurso vacío de la izquierda. El discurso vacío de la derecha ya lo doy por sentado.
(…)
–¿No le sacaría páginas a «Los Detectives Salvajes»?
–No. Para sacarle páginas tendría que releerlo y eso mi religión me lo prohíbe.
(…)
–¿De quién (…) escucha consejos?
–Yo no escucho consejos de nadie, ni siquiera de mi médico. Yo doy consejos a diestra y siniestra, pero no escucho ninguno.
(…)
–¿El mundo tiene remedio?
–El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y ésa es nuestra suerte.”
Fénix 36
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