Me emociona mucho que me pasen cosas que –después–, resulta que me pasaron para que pasaran otras más cosas, mejores aún que las anteriores. Hechos que podrían no haber ocurrido, momentos que pudieron haber sido otros o pasar desapercibidos y no tener relevancia futura.
Hoy es uno de esos días [menos mal que nunca he creído en esas patrañas del destino]: en dos semanas escucharé en vivo a Adriana Varela, luego de un intento frustrado por verla en el Ateneo de Buenos Aires en 2009.
Nada de esto habría pasado –ni tendría sentido– si, antes, no me hubiera encontrado por casualidad con su música, en un feliz reencuentro mío con el cine de Carlos Saura; si Joaquín Sabina no me la hubiera puesto a la vista con "esa boina calada, al estilo del Che"; si Buenos Aires no hubiera sido como contaba –y "hoy fui a pasear, y al llegar a la Plaza de Mayo me dio por llorar, y me puse a gritar dónde estás"–.
Hace unos sábados –felices, contentos–, cantábamos a la Varela mientras caminabamos de noche por la colonia Roma. "¿Quién diablos anda cantando tangos en pleno camellón de Álvaro Obregón?", me preguntaba esa vez. Ahora comprendo que no andábamos cantando nomás porque sí, le estábamos mandando una invitación para que viniera a cantar con nosotros –"cantar, siempre cantar"–.
¡Qué cosas hermano, que tiene la vida!... a contar los días para estar con la Gata Varela. Y mientras tanto: "ya ves, el día no amanece, Polaco Goyeneche, cantame un tango más"...
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